Tanto si quienes usan las instalaciones de la Nau Ivanow cada día son conscientes de ello como si no, este centro forma parte de una larga y célebre tradición. En función de la región o el país, estos espacios reciben nombres diferentes (centros culturales, centros de arte, laboratorios culturales, fábricas de creación, etc.), pero todos ellos tienen puntos en común y el compromiso con un fin que conecta sus ambiciones, sus intenciones y la razón de su existencia. Lo primero que se puede afirmar de este modelo es su énfasis en la participación y el respaldo a la creatividad como herramienta de empoderamiento, al valorar el proceso sobre el producto y defender el derecho de todos los ciudadanos a tener una voz cultural.
Durante siglos, antes de que aparecieran centros como la Nau Ivanow, existían dos tipos de instituciones en la jerarquía cultural: el auditorio para las «bellas artes» (ópera, ballet y teatro) y los espacios para el entretenimiento popular (vodevil y espectáculos de variedades, entre otros). Sin embargo, los centros culturales que han surgido en el siglo XX responden a nuevas posibilidades: que la cultura deba ser creada y desarrollada por los ciudadanos, y que las distintas voces culturales sean valoradas y respetadas, no excluidas ni suprimidas. La historia de estos centros culturales independientes representa una lucha y determinación estrechamente vinculadas a otras muchas que se han dado en el ámbito social, cultural y político durante los últimos 150 años.
Surgidos durante la Revolución Industrial, los centros culturales llevan existiendo desde finales del siglo XIX. Los primeros ejemplos se manifiestan como algo básico para la lucha de la clase obrera por la igualdad de derechos ante la industrialización y la explotación. La cultura fue fundamental en esta lucha por la justicia, lo cual denota la importancia de que todas las personas desempeñen un rol en la creación cultural y, en consecuencia, que el futuro se cargue de significado para ellos y sus hijos. En realidad, esto no solo se traducía en la mejora de las condiciones de trabajo, sino también en el enriquecimiento de las comunidades, mediante espacios compartidos donde podían materializarse las oportunidades para la educación, la expresión personal y la celebración. Estas estructuras empezaron a aparecer por toda Europa: solían financiarlas, construirlas y dirigirlas los trabajadores y sus familias. Se las conocía como Casas del Pueblo (en Escandinavia, Folkets Hus; en Italia, Casa del Popolo; en Bélgica, Maison du Peuple; España tenía su propia red de Casas del Pueblo, llamadas Ateneu en Cataluña, que siguen existiendo).
A medida que avanzaba el siglo XX, el concepto y la definición de la Casa del Pueblo para la cultura crecieron y se diversificaron. Al mismo tiempo, aumentó su número, bajo la influencia y con la financiación de iniciativas populares, habitualmente consecuencia de hitos históricos en la narrativa global. Es imposible documentar aquí toda esta evolución, pero una rápida mirada al pasado muestra la importancia del papel cultural que estos centros tenían en la vida individual y comunitaria, unas veces cambiando la conciencia pública en aspectos fundamentales; otras, proporcionando apoyos y oportunidades que los negocios privados o el Estado no querían o no podían brindar. Además de los iniciadores de la Revolución Industrial, hay cientos de miles de ejemplos por todo el mundo, aunque aquí solo se mencionen unos cuantos, así como el trasfondo que dio lugar a su existencia.
Obras iniciales en la Nau Ivanow
En 1935, el presidente de los Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, inició un programa de gasto público, con el nombre de New Deal, para compensar los efectos de la Gran Depresión. Esta iniciativa destinó 46 millones de dólares (más de 800 millones de hoy en día) a un programa nacional de arte que incluyó la creación de distintos centros culturales por todos los Estados Unidos, como el People’s Art Centre en St. Louis, el Harlem Community Art Centre en Nueva York y el Raleigh Art Centre en Virginia Occidental. Cabe mencionar que casi al mismo tiempo sucedió algo similar en Rusia, donde se presentó un programa de centros culturales conocidos como las Casas del Pueblo (Naródny dom), desarrollados y construidos en casi todos los pueblos y ciudades a lo largo de la Unión Soviética. En 1988 había más de 137.000 establecimientos de este tipo. Pese a que ahora se entiendan como programas de control y adoctrinamiento, en aquel momento esos centros eran considerados por trabajadores culturales y artistas occidentales de izquierdas unos espacios de progreso e inspiración, así como un complemento perfecto a las iniciativas de las Casas del Pueblo. En efecto, muchos de ellos proporcionaron las mismas posibilidades de educación y celebración que sus homólogos occidentales.
La Segunda Guerra Mundial dio como resultado un cambio fundamental en las normas culturales y sociales en todo el mundo, sobre todo en el Reino Unido. El Comité de Fomento de la Música y las Artes, una iniciativa para levantar la moral durante la guerra, fue precursor del Consejo de las Artes de Gran Bretaña, establecido en 1945, que inmediatamente empezó a apoyar a los centros culturales, una política que continúa vigente en la actualidad. Entre los primeros ejemplos, se incluyen South Bank Centre y Roundhouse (Londres), Mac (Birmingham) y Chapter Arts Centre (Cardiff).
Igual de importante fue el movimiento okupa, iniciado tras la Segunda Guerra Mundial, debido a que muchas personas se encontraron sin techo por la devastación de la guerra y se vieron sujetas a las terribles circunstancias económicas que el conflicto causó en Europa. Muchos de estos ocupantes ilegales también desarrollaron centros para la libre expresión, lo que se tradujo en un movimiento para crear una nueva sociedad de posguerra. Inspirados por estas iniciativas radicales, podemos encontrar a los okupas originales, ahora establecidos y que aún viven bajo estos ideales en muchos países: ufaFabrik (Berlín), WUK (Viena) y Melkweg (Ámsterdam).
La Nau Ivanow
Si avanzamos hasta los años 60, descubrimos que esos okupas se han fusionado en un nuevo movimiento mundial de espacios que defienden una democracia cultural y la liberación de la creatividad individual. Inicialmente llamados «laboratorios artísticos», estos espacios alternativos, que se originaron en Estados Unidos, constituyeron el núcleo del movimiento contracultural. Esos «laboratorios» empezaron a surgir en todo el mundo: The Factory de Andy Warhol en Nueva York (1962), Drury Lane Arts Lab en Londres (1967) y la Yellow House Artist Collective en Sídney (1970) son algunos ejemplos.
Conforme nos adentrábamos en el siglo XXI, el movimiento de centros culturales crecía y se desarrollaba gracias al respaldo de promotores privados y políticos por igual (estos últimos, a veces, desempeñan el controvertido papel de reclamos como regeneradores urbanos). El ideal de la base original de estos centros culturales sigue en evolución; surgen nuevas iniciativas casi a diario.
La ENCC (siglas en ingles de Red Europea de Centros Culturales) calcula su representación en 3.000 miembros, mientras que Trans Europe Halles (red europea de centros culturales independientes) cuenta con casi 100 miembros. Solo en el Reino Unido había 1.002 centros artísticos en 2017.
Por lo tanto, sí, la Nau Ivanow es única en su ubicación y en su comunidad en el barrio de la Sagrera de Barcelona, pero también forma parte de un proyecto desarrollado a lo largo de 150 años que sitúa la creatividad en el centro de la vida de las personas. Un centro cultural como la Nau Ivanow es un espacio libre, abierto y seguro, donde la ciudadanía puede entrar a explorar no solo su creatividad, sino, lo que es más importante, sus sueños y sus aspiraciones. Y este punto es muy significativo, porque estamos hablando de una actividad cultural que implica a individuos y a grupos que a través de su creatividad impulsan una finalidad y un sentido, al tiempo que permiten que las ideas y los pensamientos nuevos evolucionen. En resumen, empoderar a las personas para que inviertan en el propio desarrollo social, lo que Joseph Beuys llamó «escultura social», con el centro cultural como la «nueva fábrica» para dar forma a nuestro mundo y transformarlo.