MIRADA DE Nico Jongen
Residencias nómadas O Que revienten los artistas
¡Qué difícil comenzar este artículo! Hay una mezcla de sentimientos contradictorios que surgen al pensar en el nomadismo creativo. Iniciar la conversación alrededor de las residencias artísticas es un reto, porque nos enfrentamos a un término que, aunque parece sencillo, esconde múltiples capas de significados. Desde un primer vistazo, podríamos pensar en residencias como meros espacios donde los artistas trabajan temporalmente, pero esta idea apenas roza la superficie de lo que realmente está en juego. Las residencias, para muchos, representan mucho más que un lugar para crear: son espacios de investigación, refugios de pensamiento, puntos de encuentro entre diferentes disciplinas y culturas, o incluso trampolines para proyectos que se nutren del intercambio con lo cotidiano.
Por eso, para comenzar a desenredar este nudo, me gustaría empezar preguntándonos: ¿Qué se necesita para crear? ¿Es suficiente con recluirse, como Montaigne, en un estudio cómodo, lejos del mundo, para reflexionar en soledad? ¿O quizás las ideas surgen cuando caminamos, cuando el movimiento tranquilo y sin rumbo nos permite pensar de otra manera? ¿Tal vez, el acto creativo se da en el encuentro con el otro, en ese choque con lo distinto, en ese cruce inevitable con lo desconocido, con quienes no son como nosotros?
La verdad es que no hay una respuesta clara. Sin embargo, algo en lo que probablemente coincidiríamos es en que la creación, esa chispa que llamamos inspiración, no surge en el vacío, se forja colectivamente. Se construye seguramente en comunidad, en el intercambio, en lo cotidiano. Lo que llamamos cultura se nos escapa y, como bien mencionaba en una reciente entrevista Fernando Pérez de Azkuna Zentroa (Bilbao) citando a Camila Sosa, no es necesariamente aquello que se ve, aquello oficializado, sino lo que fluye en la cotidianidad: las recetas que pasan de generación en generación, las charlas en los pasillos, en las conversaciones aparentemente banales, las cosas pequeñas que muchas veces pasan desapercibidas, pero que sostienen lo fundamental.
Vivimos una precariedad aplastante. No lo digo desde el victimismo, sino como una realidad. La movilidad forzada a la que muchos artistas y compañías se ven empujados es el resultado de un sistema que ha creado residencias artísticas no para proteger la creación, sino para mantener un frágil equilibrio entre la subsistencia y la producción. El optimismo que caracteriza al artista, esa creencia en que el arte puede acercarnos los unos a los otros, sigue presente, pero bajo condiciones que hacen cada vez más difícil su florecimiento. Lo que podría ser una oportunidad para generar un conocimiento común, para reivindicar ese archivo colectivo de experiencias que pueden servir para guiarnos como sociedad -entendiendo este archivo como algo maleable, flexible- acaba muchas veces en nada concreto, disolviéndose sin producir cambios reales, o deviniendo en una odisea, o, como diríamos en Cataluña, acabant en orris.
Definición de residencia: un término en debate.
El concepto de “residencia” en el ámbito artístico se presenta como un laberinto de significados y trampas burocráticas, repleto de matices y a menudo sujeto a malentendidos. Como bien señala David Marín en su artículo introductorio a este dosier sobre residencias, no existe un consenso claro sobre lo que realmente implica una residencia artística. ¿A qué nos referimos exactamente cuando hablamos de residencias? Esta noción ha evolucionado con el tiempo y su diversidad ha dado lugar a interpretaciones confusas. Para algunos, una residencia es un espacio de creación, un refugio que permite a los artistas trabajar en sus proyectos lejos de las distracciones de la vida cotidiana. Para otros, se considera un sistema de apoyo, donde se ofrecen recursos económicos para una producción de un espectáculo. Sin embargo, en muchos casos, estas definiciones resultan insuficientes para abarcar la complejidad del fenómeno.
A menudo, las residencias artísticas se convierten en una mera transacción económica o, incluso, una trampa. Los artistas, agobiados por la necesidad de encontrar tiempo y espacio para crear, se encuentran con remuneraciones insuficientes —cuando existen— y sin la cobertura de gastos básicos de manutención y alojamiento. Esto refuerza una dinámica de precariedad que empobrece la investigación artística en lugar de enriquecerla. Además, muchos programas de residencia perpetúan la noción errónea de que el movimiento constante es un requisito indispensable para la creación. Nos vemos obligados a cruzar fronteras, no para explorar lo nuevo, sino para garantizar nuestra supervivencia. El desplazamiento debería ser una elección basada en una verdadera necesidad artística, no una condición impuesta para acceder a recursos mínimos.
Es fundamental que las instituciones se comprometan con formas más sostenibles de creación, que fomenten el intercambio sin imponer el agotamiento que muchas veces conlleva la movilidad constante. Esto implica crear entornos donde los artistas puedan concentrarse en su trabajo sin las presiones económicas que limitan su creatividad. Al definir claramente el propósito de cada residencia, se pueden establecer expectativas realistas y favorecer un enfoque más integral que beneficie tanto a los creadores como a la investigación artística. Así, se logrará transformar las residencias en espacios verdaderos de creación y desarrollo, donde la movilidad sea un recurso y no una obligación.
La «cultura del proyecto» y el ciclo infinito de producción.
Después de explorar las diferentes concepciones de lo que debería ser una residencia artística, es crucial comprender una dinámica que afecta profundamente a los artistas y que Martí Peran, en su ensayo Indisposición general, describe como la “cultura del proyecto”. En esta cultura, cada proyecto no es un fin en sí mismo, sino un medio para asegurar el siguiente. Hacemos proyectos para asegurarnos otros proyectos. Este ciclo perpetuo concentra toda la energía en una producción continua que, en última instancia, no tiene otro objetivo que ser reemplazada por una nueva.
Este sistema no solo afecta a la creatividad, sino que también perpetúa la precariedad. En lugar de que las residencias sean espacios donde se pueda investigar y experimentar sin la presión de un resultado inmediato, muchas veces terminan reproduciendo esta lógica de urgencia. Se impone una productividad constante, con plazos fijos y expectativas de entregables, y a menudo se espera que el artista ya tenga claro lo que quiere investigar o crear antes de haber comenzado siquiera el proceso. Esto desvirtúa el sentido mismo de la investigación, que debería ser un camino abierto y no un trayecto previamente definido. El resultado es un agotamiento que, lejos de proteger y nutrir la creación, la limita.
Este ciclo resuena con la experiencia de muchos artistas y compañías que viven de residencia en residencia, siempre con la necesidad de producir algo que justifique la próxima invitación, la próxima subvención, el próximo proyecto. Aquí es donde se evidencia una fragilidad estructural del sistema: nuevamente, lo que debería ser un espacio para la creación y el intercambio se convierte en una fábrica de resultados que no deja tiempo para una verdadera investigación.
Que revienten los artistas.
Ya lo dejó claro Tadeusz Kantor en su espectáculo Que revienten los artistas: aquellos que crean están atrapados en una maquinaria que los devora, que exige de ellos un sacrificio constante. Y este sacrificio hoy toma la forma, entre otras y como exponía en el apartado anterior, de la movilidad. Nos movemos porque no nos queda más remedio. Porque el sistema nos empuja a mendigar de residencia en residencia, cruzando fronteras (locales, nacionales e internacionales) no para abrirnos a lo nuevo, sino para sobrevivir y sostener una práctica que se ve constantemente amenazada por la incertidumbre.
La residencia artística, en teoría, debería ser un espacio de refugio, de investigación, un lugar para que el artista se sumerja en su proceso sin la presión de la productividad inmediata. Sin embargo, en la práctica, muchas de estas residencias se han convertido en espacios de paso, donde la presión de producir resultados rápidos y visibles es asfixiante. ¿Qué significa entonces “residir” en una residencia artística? ¿Qué significa “ser nómada” en este contexto? ¿Cómo compaginar esto con la vida personal y familiar? La respuesta es: difícilmente. Las residencias son, en su mayoría, diseñadas para un artista sin vínculos familiares, sin la necesidad de arraigo. Pero la vida no funciona así. El nomadismo creativo se impone como una forma de vida que, a menudo, no tiene en cuenta la realidad cotidiana de quienes crean.
El caso de espacios como Nyamnyam en Mieres (Cataluña), que combina investigación artística con diferentes campos de conocimiento (entre otros, la agricultura), es un caso revelador de cómo una residencia puede integrarse de manera más orgánica con lo cotidiano. Sin embargo, limitarlo a esa definición se queda corto. Nyamnyam, del cual sus directores son Ariadna Rodríguez e Iñaki Álvarez, se expande y repiensa constantemente, nutriéndose de múltiples prácticas colectivas. Lo suyo es una búsqueda continua de cómo conectar lo artístico con lo social, lo científico, lo comunitario, rompiendo barreras entre disciplinas y generando nuevos modos de hacer. Están todo el tiempo cuestionándose cómo crecer sin perder su esencia y cómo implicar a otras formas de saber y de hacer.
Asimismo, la labor de Idoia Zabaleta en Azala (Álava) también demuestra cómo las residencias pueden estar profundamente enraizadas en sus entornos, fomentando la creación en comunión con el espacio y las personas que lo habitan. Estas iniciativas no rechazan la idea de grandes centros de exhibición, pero ofrecen una alternativa valiosa para aquellos artistas que, cansados de la constante movilidad, buscan nuevas maneras de conectar con la ciudadanía y generar otras formas de encuentro.
Lo común y lo cotidiano en la experiencia artística.
En este sentido, y volviendo a la pregunta inicial de este artículo («Qué se necesita para crear»), tal vez lo que falta son residencias que entiendan la importancia de “lo común”: ese intercambio cotidiano entre artistas, instituciones y comunidades. Obviamente que estos espacios y programas pueden conformar un espacio de recogimiento personal, pero no deberían limitarse a ser espacios de trabajo en soledad, sino lugares inmersos en un flujo constante de influencias mutuas.
La cuestión aquí no es solo económica, aunque la precariedad es, sin duda, el telón de fondo de esta conversación. Lo que realmente está en juego es cómo concebimos el espacio de creación. ¿Queremos que una residencia sea nuestro hogar temporal, o preferimos que nuestro hogar siga siendo nuestro refugio y las residencias un lugar para el encuentro y la investigación colectiva? ¿Qué significa “lo común” en este contexto? Las residencias, idealmente, deberían ser espacios donde lo común se construya a través del intercambio constante, donde el proceso creativo se nutra de las influencias mutuas, del encuentro con el otro. Pero el sistema actual, con su énfasis en la movilidad, a menudo nos separa más de lo que nos une.
Es esencial reivindicar modelos de residencia que apuesten por la investigación, entendida no solo como un proceso individual, sino como una práctica colectiva que fomente nuevos encuentros y relaciones. Este tipo de conexiones va más allá de un simple intercambio formal; se trata de compartir experiencias y conocimientos que enriquecen tanto la práctica artística como la sociedad en su conjunto. Las residencias deberían poder estimular, si se diera el caso, encuentros interdisciplinares, en los que artistas de diferentes campos y procedencias se reúnan para generar un crisol de ideas que desafíen las nociones tradicionales de la creación y la cultura creativa. Es, como decía antes, en el intercambio de recetas, los paseos por las ciudades, las sesiones de trabajo compartido y las charlas informales donde se gesta una verdadera investigación. Cada una de estas interacciones ofrece la posibilidad de ver la creación desde prismas distintos, donde el arte se nutre de la cotidianidad, de las historias de vida de las personas involucradas y de los contextos en los que se desarrolla.
Este sistema nos ha empujado a pensar que la competencia es inevitable, que debemos luchar por espacios y recursos limitados. Pero ¿y si re-imaginamos la relación entre artistas, instituciones y comunidades? En lugar de competir, ¿por qué no buscar formas de compartir, de colaborar?
Ser nómada de pensamiento, no de cuerpo. En el fondo, lo que muchos artistas deseamos no es movernos físicamente de residencia en residencia. Más bien, lo que queremos es ser nómadas de pensamiento, trasladar nuestras ideas de un lugar a otro, sin la necesidad constante de estar en tránsito físico. Queremos arraigar nuestras ideas en espacios que nos permitan habitar y crear de forma sostenible. Queremos intercambiar, sí, pero desde un lugar de estabilidad y seguridad, no desde la precariedad del movimiento constante.
Las residencias (también, locales) deberían ofrecer tiempos más largos, permitir la prueba y el error, sin la presión de tener que producir algo tangible de inmediato. Queremos sentirnos a gusto mientras trabajamos, no estar de paso. Queremos dejar huella, sí, pero una huella que sea más que el rastro fugaz de un artista nómada obligado a moverse por las exigencias del sistema. La idea de viaje, entonces, se transforma. El viaje ya no es solo un traslado físico, sino un desplazamiento interior, una búsqueda constante de nuevas formas de pensar, de crear, de estar en el mundo. Pero para que este viaje interior ocurra, necesitamos espacios que nos lo permitan, que nos ofrezcan la estabilidad y el tiempo necesario para explorar sin prisas ni presiones.
Es hora de repensar las residencias artísticas. No como una excusa para perpetuar la movilidad forzada, sino como espacios para el encuentro profundo, para el intercambio cotidiano, para la creación compartida. Queremos ser nómadas, sí, pero nómadas de pensamiento, no de cuerpo.
Nico Jongen es director de teatro y fundador de la compañía de artes escénicas Ça marche, con sede en Barcelona. Su trabajo se centra en el cruce entre teatro, performance, movimiento y artes visuales, abordando las contradicciones contemporáneas y la relación entre artesanía y técnica. A través de un enfoque que involucra a intérpretes no profesionales, como niños y personas mayores, desarrollan piezas y proyectos que vinculan la creación escénica con la comunidad local.
Article en colaboración con la Revista Red Escénica